
Recientemente en la localidad de Trehuaco, ocurrió un lamentable hecho de violencia dentro de una comunidad educativa. Una profesora resultó gravemente herida tras la agresión perpetrada por un estudiante de 14 años
Según el testimonio del padre del menor, la condición de Trastorno del Espectro Autista de su hijo explicaría, en parte, una respuesta desregulada a un comentario efectuado por la docente, que escaló hasta el lamentable hecho de violencia que pudimos conocer.
Tal como en otros incidentes de agresión, donde estudiantes autistas se han visto involucrados, se observa una preocupante tendencia en los medios y en el debate en redes sociales a vincular estrechamente esta neurodivergencia con una incapacidad para gestionar el conflicto y una latente capacidad de respuesta violenta. Esto solo contribuye a la estigmatización de una condición que, en sí misma, comprende una gran diversidad de individualidades y formas de percibir el entorno.
Si a esto se le suma el poco conocimiento dentro de la sociedad y las comunidades educativas sobre la identidad autista, es evidente que estamos en presencia de un caldo de cultivo para discursos de odio que pueden afectar profundamente los derechos y el desarrollo integral de este colectivo. Como profesor y persona autista mi preocupación es evidente, por lo que quiero entregar en esta columna algo de contexto para comprender en profundidad esta situación y proyectar una ruta hacia el futuro.
Para entender cómo hemos llegado aquí es necesario comenzar por nuestro sistema educativo, el cual ha sido históricamente excluyente para amplios sectores de la sociedad con una propuesta que, por un lado, promueve la inclusión, pero por otro sigue sin entregar herramientas esenciales para construir comunidades con enfoques curriculares y de convivencia que se adapten a las necesidades de cada miembro, perpetuando la segregación de quienes no se logren adaptar a la cultura y expectativas predominantes. Otro factor crucial es el impacto de la pandemia en el desarrollo infantil, la cual obligó a mantener a nuestros niños, niñas y adolescentes más de dos años en confinamiento, sin acceso a interacciones sociales significativas y sometidos a niveles elevados de estrés derivados del hacinamiento, posibles dinámicas familiares de violencia y de una educación formal a distancia incapaz de promover un desarrollo socioemocional significativo. Si ponemos esto en perspectiva, un estudiante que ahora tiene 14 años pasó casi el 15% de su vida sin relacionarse significativamente con otros niños de su edad. Y si además consideramos a aquellos que ya enfrentaban dificultades en la construcción de vínculos debido a condiciones neurodivergentes, como el autismo, los efectos son aún más profundos.
En un contexto social donde la violencia física, verbal y social se ha normalizado y propagado a través de los medios masivos y de una cultura con un fuerte componente individualista; no es sorprendente que el ambiente escolar refleje estas mismas tendencias. Nuestra infancia está respondiendo a la violencia sistémica y estructural con la que se han criado, en un espacio que no logra adaptarse a los cambios profundos que ha sufrido nuestra sociedad en los últimos 5 años. Por esta razón, el debate no debe centrarse exclusivamente en cómo “tratar” con el crecientemente estigmatizado «niño TEA» en un sistema que de por sí es hostil. Debemos replantearnos cómo ha cambiado la manera en que nuestra infancia aprende, se relaciona y percibe su entorno. Necesitamos una revisión profunda del sistema educativo que considere las nuevas realidades de nuestros estudiantes y proponga estrategias efectivas para fomentar un ambiente de respeto, comprensión y aprendizaje.
No estamos en el mismo escenario educativo de hace cinco años. La crisis sanitaria ha dejado huellas profundas, y mientras no asumamos la responsabilidad de evaluar estas nuevas condiciones y cambiar la forma en la que concebimos la educación en la escuela, seguiremos fallando en la creación de un espacio seguro para estudiantes, docentes y profesionales de la educación. Peor aún, corremos el riesgo de no dar solución a las verdaderas causas de la violencia a la que se enfrenta nuestro profesorado en las aulas, mientras se sigue alimentando un clima de discriminación y estigma profundamente perjudicial para nuestro colectivo autista.
Sebastián Roa Echeverría, Académico Pedagogía en Educación Media para Licenciados y Titulados
Universidad Andrés Bello