Cuando era niño y corría, con mi camiseta “Celeste” de cada navidad por la plaza de mi barrio en Rancagua (población William Braden), siempre imaginé cómo sería volar y despegarse de la tierra. Me ilusionaba la posibilidad de traspasar muros y hacer realidad los sueños imposibles
Pero con mi aspecto desgarvado, enjuto y huesudo, esa quimera colegial, no tenia ni una alternativa de ser real en mi mundo sicodélico, repleto de dudas e incertidumbres.
Transitaron los años y el tiempo irrestricto se vino encima, pero nunca dejé de crear en mi mente, ese gol final a estadio lleno, ese que entre escaños rotos, piedras y pasto seco, hacía con mis amigos en las pichangas interminables de los domingos, que solo finalizaban cuando nuestras mamás nos iban a buscar de una oreja.
Por eso, cuando el “Tucu” Hernández, acarició el centro calculado de Yerson Opazo en la final ante Católica (2013), el cruce y choque con mis propias vivencias se abrazaron en un gesto de amor puro, de pasión contenida y desenfreno de emociones reprimidas durante más de cinco décadas.
Ese día no solo comenzó la historia, pues, para muchos esa fue la jornada que cerró el ciclo ausente, que encontró a la vida para dar el paso siguiente. Sin hacer un juramento, allí con el “Tucu”, hicimos un compromiso.
Hombre de pocas palabras y alto impacto físico. Joven humilde y líder en las sombras de pasillos oscuros, donde a veces el que grita más es quien se impone. Lo suyo es la tolerancia y el equilibrio. La sapiencia y experiencia, puesta al servicio de sus compañeros, por los cuales deja la sangre en cancha.
Un deportista de bien, educado, padre de familia y que eligió a la capital regional, como su casa por adopción. Miembro y campeón con la “Generación Dorada” chilena, derrochó clase técnica y actitud, lejos de los flashes y las grandes concentraciones mediáticas.
Pasadas las horas de ese 10 de diciembre año 2013 y cuando la euforia seguía presente, me dí cuenta que nunca nadie, con un solo disparo al arco, me había hecho tan feliz. Le pido disculpas a mis hijos, porque son lo más preciado, pero el quiebre emocional que generó ese equipo, comandado por el chileno, es muy complejo que se repita.
Además en esa noche iluminada inolvidable, me enteré por certezas en terreno y por festejos que estaban en el destierro, que los súperhéroes sí existen. Sin saberlo estaba en el equipo de mis amores, vestía la 10 y pelo moicano.
“Tucu”, construiste un podio que no teníamos. Nos hiciste visibles y grandes. Nos metetiste en un ranking donde no figurábamos. Hiciste tomarse de la mano a los “16” y trajiste de vuelta a los partieron sin poder gritar campeón.
Eres el más grande de los grandes. No tienes idea cómo te vamos a extrañar ni aún comprendes lo que lograste con tus pies benditos. Bajo tu mando, subimos y conocimos el olimpo. Bajo tu tutela, los rancagünos supimos que podíamos y que el fútbol es una forma de expresión y cohesión social.
¡Gracias “Tucu”, desde ahora, ya eres inmortal!