Es sábado en la mañana. Un niño de dos años está sentado en el sillón con una tablet en las piernas. Mira dibujos mientras su papá ordena la cocina y su mamá revisa el celular
Afuera hay sol, pero la casa está en silencio. Nadie interrumpe al niño, que pasa de un video a otro con el dedo. La escena parece tranquila. Pero si la miramos con atención, algo falta.
Hoy es común ver a niños pequeños pegados a una pantalla. Incluso antes de hablar bien, ya manejan el celular o la tablet como si fueran una extensión del cuerpo. Muchas veces eso tranquiliza a los adultos: “así se queda quieto”, “así come”, “así se duerme más rápido”. Y aunque entendemos el cansancio y las rutinas difíciles, también sabemos que algo no anda bien. Porque cuando la pantalla empieza a reemplazar el juego, la conversación o el abrazo, hay algo que se pierde.
La pregunta que deberíamos hacernos no es si la tecnología es buena o mala, sino para qué la usamos con los niños pequeños y cómo los acompañamos en ese uso. En especial en los primeros años de vida, cuando todo lo que los rodea construye su forma de ver y entender el mundo. La Organización Mundial de la Salud y el Ministerio de Salud en Chile recomiendan que los menores de dos años no usen pantallas, y que entre los dos y cinco años el tiempo máximo sea de una hora al día, siempre con la compañía de un adulto. Pero la realidad muestra otra cosa: muchos niños pasan mucho más tiempo frente a una pantalla, a veces desde que se despiertan hasta que se duermen.
Esto trae consecuencias. Algunas investigaciones han mostrado que cuando el uso de pantallas es excesivo, baja la capacidad de atención, se retrasa el lenguaje, disminuye el juego activo y aparecen más problemas para regular emociones. Además, cuando el niño se acostumbra a la estimulación rápida de una pantalla, le cuesta más interesarse por actividades simples como dibujar, correr o construir con bloques. Y a largo plazo, obviamente todo eso afecta su desarrollo. Pero tampoco se trata de prohibir por completo. La tecnología puede ser útil si se usa bien. Puede acercar a los niños a sus abuelos que viven lejos, ofrecer buenos cuentos o canciones, o ser una herramienta más dentro del aprendizaje. El problema no es la pantalla en sí, como siempre solemos decir. El problema es cómo, cuánto y para qué se usa.
En la casa, acompañar significa más que estar al lado: es mirar con ellos, comentar lo que ven, hacer preguntas, escuchar. También es poner límites claros. Por ejemplo, que no haya pantallas durante las comidas, ni antes de dormir. Y, sobre todo, es dar el ejemplo. Si los adultos estamos todo el día con el celular en la mano, es difícil pedir otra cosa.
Y hay algo más: pensemos que no todas las familias tienen las mismas condiciones. Algunas recurren a la pantalla porque no tienen redes de apoyo, o porque necesitan ese rato para poder trabajar o descansar. Por eso, no hay que culpar tanto; hay que apoyar. El Estado, aquí, tiene un rol clave, pues debe ofrecer jardines de calidad, espacios públicos seguros, campañas informativas claras y acompañamiento real para la crianza en el mundo tecnológico del siglo XXI.
En resumen, las pantallas están aquí y seguirán estando. Fingir lo contrario no ayuda. Pero si ponemos atención al uso que les damos, si acompañamos con presencia y criterio, si ofrecemos alternativas reales para jugar, conversar y estar juntos, entonces no serán un problema. Serán solo una parte más de una infancia que tiene que seguir siendo activa, curiosa y llena de vínculos reales. Porque crecer no es solo mirar una pantalla. Es tocar, imaginar, reír, frustrarse, caerse y volver a intentarlo. Y volver a empezar.
Dr. Jaime Fauré, investigador carrera de Psicopedagogía de la Universidad Andrés Bello
