La temperatura era insoportable y superaba por mucho los 30 grados.
Rancagua amaneció, ese 10 de diciembre 2013, expectante y con ansias. Muchos hinchas hicieron la previa y pasaron de largo para esperar el partido. No pocos pasados de embriaguez se repusieron solo minutos antes de la final.
Caminar por la ciudad era signo de nerviosismo y un poco de miedo. La plaza de Los Héroes transformado en fortín teñido de “Celeste”, armado hasta los dientes para asegurar la batalla contra la UC, que ya se frotaba las manos para levantar una nueva copa.
Los 84 kilómetros que nos separan de Santiago fueron un suplicio y el dolor de guata acompañó hasta los descuentos del juego. Sin embargo, cuando el “Tucu” Hernández la embocó en el arco de Toselli, el grito se esparció por todo el país. Abrazos furibundos y sinceros, bañados de alegría irreconocible y lágrimas dulces nunca presentes en los ojos rancagüinos.
El complemento del cotejo solo fue desacomodo. Mis amigos “Los Coolers” se comieron las uñas casi al borde de la falange. Nos olvidamos del mundo y las exigencias laborales, porque en la cancha estaba la vida jamás vivida. En ese pedazo de pasto estaba la ilusión y el pesar de los que no alcanzaron a ser campeones.
En esos descuentos terribles y extenuantes, repasamos años de penurias y de risas burlescas rivales. Era el instante para lograr el quiebre y mutar hacia un escenario quimérico, solo soñado por los más fanáticos.
Cuando Paulo Garcés, el mejor arquero del torneo, sale de una trifulca y levanta el balón, todos coincidimos en gesto corporal, que llegábamos a la gloria. Y así fue…segundos indescriptibles, llorados y emocionados.
Por eso, el equipo de Dalcio 2020 debe saber que existe una historia y hay que laborar fuerte para mantenerla vigente y así como va, estoy seguro que pronto saldremos del precipicio.